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¿Qué ocurre cuando lo inasible se torna palpable y lo sólido se disuelve ante la mirada? Aftershock arroja al visitante a un torrente continuo de luz y color que altera su conciencia del espacio y del cuerpo. Esta instalación inmersiva de James Turrell se ha convertido en la primera obra permanente del Copenhagen Contemporary, el centro de arte contemporáneo situado en la periferia industrial de la capital danesa.

Una cámara de luz y ensoñación

Tras su exhibición en la muestra “Light & Space” de 2021, Aftershock pasó a ser una pieza permanente del Copenhagen Contemporary en 2024, gracias a la donación de la fundación Augustinus Fonden. Ante la admiración del público y el impacto de la obra, resulta comprensible que la institución no quisiera prescindir de ella. La nave industrial que aloja el museo, con su estructura cruda y monumental, contrasta con la delicadeza de la luz que mana de la instalación. Esa tensión entre lo rotundo y lo etéreo define la gravedad de Aftershock.

Una escalinata ceremonial conduce al espectador hacia las entrañas de este contenedor de luz enigmático. La sala, con su umbral semiondulado a lo desconocido, evoca una versión en miniatura del Teatro Popular Oscar Niemeyer de Niterói. Cada quince minutos, únicamente diez personas descalzas pueden acceder a la instalación. La cámara enteramente blanca se va tiñendo poco a poco de una sinfonía cromática, donde los límites entre cuerpo y recinto se vuelven frágiles e indeterminados. Aftershock confunde los sentidos; en su interior, los contornos se diluyen, el color adquiere densidad, y el cerebro, saturado, busca en vano un punto de referencia al que aferrarse o donde fijar la mirada.

En medio de la luz estroboscópica y los matices cromáticos que desestabilizan la percepción, el sutil zumbido ambiental intensifica la inmersión y profundiza la sensación de desorientación. Más que de observar, se trata de sentir cómo cuerpo y mente luchan por aclimatarse a un habitáculo que parece expandirse hasta el infinito. En los diez minutos que dura la intervención, Turrell consigue lo que pocos artistas: trastocar la conciencia, desdibujar la realidad y generar un instante de concentración plena en un mundo saturado de estímulos.

Terremoto perceptivo

Sin referencias espaciales ni límite temporal, esa pérdida de anclaje sensitivo es comparable a volar por el interior de una nube. Piloto desde la adolescencia, Turrell establece un vínculo decisivo entre la experiencia de volar en avión y la de la instalación. Cuando la luz se percibe como un cuerpo suspendido en el espacio, la sensación –fantasmagórica e hipnótica– se acerca al desajuste sensorial. En ese contexto, Aftershock emerge como un oasis de introspección vertiginosa.

Influenciado por la psicología perceptual y la astronomía, el artista estadounidense utiliza la luz como medio artístico desde la década de los sesenta. Para él, no es solo un fenómeno físico, sino un mediador del tiempo y la percepción. Más allá del impacto visual, su obra cuestiona cómo la luz moldea nuestra conciencia y, en consecuencia, la manera en que habitamos el ámbito que nos rodea. Esta pieza, en concreto, conecta con la técnica del Ganzfeld, acuñada en los años treinta por el psicólogo Wolfgang Metzger para describir un experimento psicológico ligado a la sobreexposición sensorial y la percepción extrasensorial. Las alucinaciones perceptivas surgen cuando la mente, al enfrentarse a un flujo de color envolvente, debe buscar significado en un perímetro visual y espacial de apariencia infinita.

Aftershock opera como un terremoto perceptivo cuyas réplicas se extienden mucho más allá del terreno ocular. La obra transforma la luz en un fenómeno tangible que distorsiona la noción de espacio y profundidad, arrastrando al visitante a una dimensión sin confines totalmente ilusoria. Entre lo físico y lo visual, la experiencia evidencia cómo la luz puede guiar la mente hasta formas inéditas de sentir y percibir la realidad. Al fin y al cabo, la instalación comienza y termina en la mente del espectador.

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