Champs Elysées, París

Paris diaries #1: El hombre singular y la ciudad

(París, 29 de marzo, 2023)

Mi incontenible atracción por la soledad me permite vivir en París sin miedo a no conocer a nadie en esta ciudad. Defiendo con ferocidad mi independencia, decidido a vivir hasta el final mis conflictos, espejismos y utopías. Sin embargo, a veces me pregunto por qué sigo viniendo a París. Si me compensa pagar 1369 euros al mes por un estudio de 21 metros cuadrados en frente del Moulin Rouge.

También he vivido en apartamentos más pequeños que una celda de prisión con retrete en el pasillo del edificio por 1500 euros mensuales en Le Marais. Me daba tanta vergüenza, que los dos meses que estuve en aquel agujero temía ligar con alguien en algún club y verme a su vez en la tesitura de invitarle a venir a mi casa. Y, cuando ocurría, irremediablemente, tenía que mentir: «Hay una amiga de visita en casa este fin de semana». La ducha era tan estrecha que no podía estirarme lo suficiente para enjabonarme las piernas y los pies.

No sé por qué me paro ante los escaparates de las inmobiliarias parisienses. Ver cómo son y cuánto cuestan los pisos que nunca podré comprar no creo que sea muy alentador. La ley de la atracción que promulga El secreto poco puede hacer por mí. Una vez tuve suerte. Tras una cancelación de última hora, conseguí –no sin varias llamadas, súplicas, amenazas e insistencias– que airbnb me hiciera un upgrade a un apartamento que costaba casi el triple. Son mis miserias de París, a las que he acabado por coger cariño e incluso por compartirlas.

Lo que empezó como un viaje de formación casual en 2018 –venir aquí para hacer un curso intensivo de francés en verano– se ha convertido en una residencia itinerante de cinco meses al año. Recuerdo que después de aquella primera experiencia me sorprendía tiempo después pensando en París, me imaginaba en sus calles, sonreía. Ese pertinaz recuerdo urbano corpóreo fue lo que consiguió atarme a París.

No soy muy fan de la venerada cultura de los cafés parisienses, de mesas y sillas adosadas en los que no es posible la intimidad. De esta ciudad me gusta, ante todo, el simple hecho de encontrarme aquí. De salir a la calle cada día y notar las endorfinas burbujeando en mi cerebro al decirme: «¡Wow, estoy en París!». París no se acaba nunca; en cuanto a cultura, no hay espacio para el relleno.

Y luego está el matiz canalla y decadente de algunos barrios y lo descarados y lanzados que son los franceses a la hora de ligar. La distinguida arquitectura uniforme del barón Haussmann me transmite toda esa armonía que no logra generar por sí sola la química que discurre a trompicones por mi cerebro. Dicen que los cafés de París están siempre abarrotados porque los franceses no soportan quedarse en sus apartamentos minúsculos, y ahora lo comprendo.

Aunque todo el mundo habla pestes de los parisinos, a mí aún me sigue fascinando la exquisitez de sus modales. O tal vez solo sea que, después de haber vivido quince años en Berlín, a cualquier sitio que vaya, la gente me parece el summum de la gentileza.

Supongo que sigo en la fase de enamoramiento inicial. Lo que los psicólogos especializados en migración denominan la «luna de miel». En lugar de establecer vínculos afectivos con las personas, me he dedicado a entablar relaciones más o menos estables con las ciudades. Pero yo, como suele decirse por ahí, no me caso con nadie.

José Saramago escribió: «No recuerdo haber leído alguna vez acerca de los motivos profundos que nos llevan a amar a una ciudad más que a otras (…). Creo que el amor por una ciudad se hace de cosas ínfimas, de oscuras razones, una calle, una fuente, una sombra. En el interior de la gran ciudad de todos, la pequeña ciudad donde realmente cada uno de nosotros vive. Habitamos físicamente un espacio pero, sentimentalmente, habitamos sobre todo una memoria».

El factor misterio y asombro, como un volcán en erupción, se mantiene aún muy activo. Mi curiosidad se ve continuamente estimulada por la euforia genuina y espontánea de las cosas que se hacen por primera vez. El momento fatal en el que la venda de las ilusiones se cae y empiezas a cuestionarte si todos esos años en la ciudad habrán merecido la pena aún queda –espero– lejos. Ya ocurrió en Madrid, Berlín y Florencia. Y, en realidad, quizá no haya nada de especial en una persona o en una ciudad. Solo la hacemos especial en nuestras cabezas.

Haber leído hace poco La mujer singular y la ciudad, de Vivian Gornick, me ha servido para apreciar las maneras en las que otras personas también entablan relaciones afectivas conscientes con una ciudad. Vista como un ente y no como un mero lugar donde se vive o se trabaja, se funda una familia o se va a la universidad. La emoción brota sin aviso en alguna calle, una fuente, una plaza… Germina de repente en un parque, un puente, una esquina… Se manifiesta de improviso en un jardín, una fachada, una tienda de barrio o al observar a los parisinos y a los turistas.

Vivo, si no de espaldas, de perfil a la moda. Pero noto cómo los turistas se visten en París como ellos creen que deben vestirse por el mero hecho de encontrarse en la capital mundial de la alta costura. Y el resultado visto desde fuera es bastante nefasto, la verdad. Se sustenta en tópicos: prendas de marcas reconocibles por sus logos, un batallón de accesorios y la actitud impostada. Quieren mimetizarse con la ciudad, pero lo único que consiguen es delatarse como personas que no pertenecen a ella.

Este mapa enloquecedor de geografía emocional urbana se compone de ritmos, de paseos interminables a la deriva, de encuentros fortuitos, de soledades individuales que se consuelan entre sí sin rozarse. Observar lo que ocurre a mi alrededor, interactuar brevemente con extraños, intercalar anécdotas personales y piezas reflexivas es lo que van a ser mis diarios de París.

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