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Clärchens Ballhaus es un salón de baile berlinés con más de un siglo de historia donde la nostalgia de los años veinte y el encanto de su estilo decadente seduce a los amantes del baile y de todo aquel que quiera pasar una tarde inolvidable.

Domingo.

Uno de esos días temidos. Primo hermano del aburrimiento. Y pariente lejano de la desidia. ¿Por qué resulta tan complicado rellenar un domingo de elementos exentos de pereza, inanición y/o laxitud? Te proponemos una solución combativa: Clärchens Ballhaus.

Una sala de baile. Un restaurante. Un café. Y más. Todo en uno: Clärchens Ballhaus.

Un reducto donde poner en práctica todos esos nuevos pasos que has ido atesorando con astucia tras cada clase de bailes de salón. Ahora ya no es un misterio: es aquí donde la gente plasma con esmero lo que ha aprendido de esas lecciones. Tango, swing, cha-cha-chá, valsfoxtrot, disco prematuro, rumba, bachata. Música para bailar de reconocible influencia old school. Bee-Gees. La Lupe. Billie Holiday. Incluso Bonnie Tyler. Parejas mixtas y homogéneas si hablamos de género. Jóvenes y adultos. Más adultos que jóvenes. Situemos la media de edad en una posición ventajosa bastante madura.

Nostalgia, nostalgia. ¿Quién habló de nostalgia?

Pasos en falso. Romanticismo verdadero. Sonrisas comprometidas. Poses sobreactuadas, aunque también naturales. Portes agarrotados y laxos. Ritmo; solo a veces. Todos los ensayos anteriores no han sido suficientes. «La primera vez que estuve en el local, me quedé fascinada y asustada al mismo tiempo. Clärchens Ballhaus es un monstruo que se alimenta de personas. Una vez que has entrado en él, ya nunca podrás salir». Un excelente reclamo que Barbara Krijanovsky, gerente del negocio, no duda en emplear para promocionar la empresa.

Un salón de dimensiones holgadas, rematado por un escenario en cuyas tablas se parapeta el DJ en una esquina, acoge a la concurrencia. Una docena de parejas pujan por conquistar la pista, y quizá también un galardón imaginario. Un niño sentado al borde del escenario toca con entusiasmo una guitarra invisible que para él parece muy real.

Mesas ocupadas, mesas reservadas. Mobiliario de madera. Una vela blanca sobre candelabro dorado. Una rosa amarilla. Culmina la presentación de cada mesa un mantelito blanco bajo cenicero de cristal marrón. Flecos plateados de marcada tendencia kitsch caen desde el techo, ocultando la mitad de la pared que no está cubierta por un friso de madera barnizada.

Neones azul, amarillo y rosa. No demasiados. Sin interferir en la iluminación tenue de pequeñas lámparas que cuelgan del techo. Preside el salón de baile, con suelo espigado también de madera, una enorme bola de espejos. Un DJ exento de las peticiones de su público. O eso parece. Camareros con porte en blanco y negro uniformado. Pajarita otorga arrogancia. La camarera ociosa, una rubia posadolescente muy atractiva, me ignora. No como hombre, sino en calidad de cliente. El único detalle que falla en su actitud desdeñosa es la presencia de un chicle. Me siento en uno de los taburetes y pido una cerveza directamente en la barra, sin mediación de intermediarios.

En Clärchens Ballhaus trabajan unos veinte camareros, diez cocineros, siete DJ, doce encargados de barra, cuatro profesores de baile y otras veinte personas que se ocupan de tareas específicas (recepción, guardarropa, baños o seguridad). Y por supuesto, una responsable de todos ellos: Barbara Krijanovsky.

Aquí tienen lugar fiestas de baile, de disfraces y conciertos. Barbara Krijanovsky describe su experiencia al frente del negocio como algo magnífico, excitante y, a la vez, estresante. «Te podría contar mil anécdotas del arte de la improvisación que impera por aquí: solemos tener unas diez catástrofes por noche, pero afortunadamente contamos con unas cien personas magníficas para resolverlas». En Clärchens Ballhaus es posible tomar una cerveza pequeña de barril por 2,60 euros, una botella de vino por 12 euros y degustar unos platos que oscilan entre los 3,50 y los 16,50 euros.

Clärchens Ballhaus fue inaugurado el 13 de septiembre de 1913 por Fritz Bühler como un local destinado principalmente al baile. El negocio conserva todavía hoy su nombre original, diminutivo —en alemán— de la viuda de Bühler, Clara. Se dice que podría haber sido el emperador Guillermo II quien honrara con su presencia la reapertura del salón tras la Primera Guerra Mundial. Aunque quizá solo sea otra más de las innumerables historias que ha generado Clärchens Ballhaus.

¿He mencionado ya la nostalgia?

«El público es una fascinante mezcla, completa y compleja, que uno pueda llegar a imaginar. No existe un tipo específico de público, pero quizá sí hay un gran interés común: el baile», señala Barbara. Una pareja en los últimos años de la treintena baila enérgicamente. Me observan mientras tomo notas. Ella me sonríe después de retomar el control tras una pirueta. Unas cuantas piruetas más. Se le ha desabrochado un botón de su blusa blanca con tanto ajetreo. Tras una pieza de swing, da comienzo un cha-cha-chá. La pareja decide entonces aplacar el sofoco tomando una cerveza en una de las mesas que circundan el salón. O quizá no estuviera preparada para afrontar el nuevo rumbo de la música. Con una servilleta de papel, ella se limpia el sudor del bigote entre jadeos, antes de recolocarse su recogido con la pinza amarilla que pende del pelo. Ahora conversan.

Incluso Franz Biberkopf, el protagonista de la célebre novela de Alfred Döblin, Berlín Alexanderplatz (1929), era cliente regular del local en la ficción. Hasta los años cuarenta, el espacio quedaba diferenciado en una gran sala de espejos y una bolera alojada en el sótano. En los portales de los alrededores era común que los vecinos encontraran pequeños monederos femeninos extraviados y condones usados. En 1944, Clärchens Ballhaus sufrió las restricciones de Josef Goebbels contra las reuniones públicas.

Otra pareja sexagenaria retoma con desenvoltura la pista trazando un divertido juego de diagonales. Amor y amistad de larga duración, intuyo. De la cabeza de ella cuelgan dos trenzas lozanas que contrastan con la decrepitud de su piel. Su falda de estampado irregular, imitación mármol, ondea en el aire mientras ella cree reconocer erróneamente la letra de la canción que suena ahora: «I am what I am», de Gloria Gaynor. El chicle se le enreda en la lengua en una secuencia de movimientos malabares. También hay ocasión para atusarse las trenzas y despejárselas de la cara en un acto de coquetería trasnochada que no altera en absoluto la sensibilidad del hombre con el que baila.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el negocio se mantuvo cerrado. Era necesario reparar el edificio que había quedado seriamente dañado por los bombardeos. En el año 2005, la empresa, de tradición familiar, cayó en las manos de David Regehr y Christian Schulz, quienes supieron recuperar con acierto el encanto añejo y original de Clärchens Ballhaus.

Una pareja muy alta, y muy desgarbada, maltrata las tablas de la pista con pasos equivocados. Errores que en ningún caso frenan sus terribles ganas de seguir intentándolo mientras cruzan interminables sonrisas de complicidad. ¿Amigos o amantes? Aprovechando mi confusión, el DJ se sirve una generosa copa de vino acuclillado en el borde de la cabina cuando cree que nadie lo ve.

«Prescindimos del dresscode, pero a nuestros clientes les gusta el glamour», afirma Barbara. La camarera-Lolita se fuma un cigarrillo cerca de mí, en un sitio contiguo a la barra, alojando el humo en un lugar muy próximo a mis pulmones. Si alguien observara con precisión el exhalar de las aletas de su nariz, cualquiera podría detectar sin dificultad que faltan aún muchas horas para que llegue su Feierabend. No es difícil sucumbir a la hipnosis del baile, al influjo de otra época que te atrapa sin remedio. Vueltas y más vueltas de un vals absorbente. Círculos concéntricos sin principio ni final.

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