Gucci vs. Medici: el renacimiento del arte contemporáneo
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Al igual que el arte, la moda es un medio de expresión muy sutil. En las últimas décadas la moda ha ocupado, como la fotografía, un espacio en el que había estado más o menos ausente, viendo crecer su influencia hasta alcanzar finalmente estatus de arte, aunque no sea ese precisamente su fin. Si bien no se le niega a la vestimenta histórica su valor antropológico y cultural, ha sido en los últimos tiempos cuando la dimensión artística de la moda contemporánea y su papel en el mundo mediático y cultural se han afianzado.
La moda se instala en el mundo del arte en forma de ‘cultura urbana contemporánea’, actúa como un vulgar imán y acerca el arte a las masas. Los museos la utilizan para conquistar nuevos públicos. Calificada en algunos casos como “salvación económica”, la moda se ha vuelto imprescindible en los programas de los museos que ahora recurren a los diseñadores. Con la transacción, la marca gana legitimidad y publicidad impagable, y el museo, pingües beneficios.
Para entender la existencia del Museo Gucci en Florencia, hay que remontarse a los 70, cuando la editora de Vogue Diana Vreeland pasó a dirigir el Costume Institute del Metropolitan de Nueva York, labor que supuso un hito: surgía un nuevo concepto basado en retrospectivas o propuestas novedosas alejadas de los tradicionales y rígidos museos del traje. Algunas décadas después, la controvertida retrospectiva de Armani en el Guggenheim de Bilbao (2001) marcó un punto de inflexión.
Sin embargo, la consagración de la moda en los museos corresponde a Savage Beauty (2011), la retrospectiva de McQueen en el Met -o la octava exposición más vista en la historia del museo-. Entre una y otra han proliferado retrospectivas (Versace, Chanel, Yves Saint Laurent, Chloé, Azzedine Alaïa) que han conseguido aplacar prejuicios y acreditar la afirmación de la moda como materia de museo.
Además, la función de mecenazgo que hoy en día cumplen fundaciones de casas asentadas como Prada, Trussardi (ambas vinculadas a la Bienal de Venecia) o Cartier -a la espera de la inauguración de la Fundación Vuitton en 2014-, junto al quehacer de museos con larga tradición en indumentaria como el V&A de Londres, el Fashion Institute of Technology de Nueva York, el Costume Institute del Metropolitan o el Palacio de Tokio en París, que recientemente ha añadido un «fashion program» a su formato, han propiciado el salto evolutivo lógico de la exposición temporal al propio museo de marca con solera, en el que la moda se mira con gran entusiasmo su propio ombligo.
El fenómeno comenzó en 2011 con la apertura del museo Balenciaga en Guetaria, seguido de Gucci (2011) y Ferragamo (2013) en Florencia. Con un emplazamiento inmejorable, junto al Palazzo Vecchio en plena Piazza della Signoria, no muy lejos del Bargiello, los Ufizzi o el Palazzo Pitti -estandartes de las joyas del Renacimiento-, el Museo Gucci confronta pasado y presente de una ciudad poderosamente influída por la cultura.
Gucci ha sabido convertir sus productos en piezas de culto y ahora, también de museo. Una suerte de boutique de piezas vintage que no se pueden tocar ni probar ni comprar. Aquí la moda cambia escaparate por vitrina sin que advirtamos demasiada diferencia. Solo cabe preguntarse ya si el diseño de moda es propiamente un arte. Sin negar la dimensión artística del diseñador, son los propios diseñadores los que afirman que no.
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