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Como todo fotógrafo, Philip-Lorca diCorcia también quiere hacer de lo banal algo extraordinario. Independientemente de donde se encuentre, a diCorcia le interesan las personas. Del ámbito familiar o simples transeúntes del devenir urbano que convierte en protagonistas de situaciones cotidianas. Los extrae de la realidad desamparada que los envuelve para acercarlos de manera misteriosa y ambigua al espectador. Con ellos crea imágenes teatrales que dotan de cierta notoriedad al clásico anonimato que caracteriza a las masas. Los personajes atribulados de diCorcia, de miradas introspectivas, absortos en la melancolía, en el vacío o en la estupefacción –dentro de un extraño marco de naturalidad transitoria–, podrían ser los mismos que habitan en los relatos de Raymond Carver, en las pinturas de Edward Hopper o en las películas de Isabel Coixet o Lars von Trier.

Lo que parece un haz de luz accidental, son en realidad complejos sistemas de iluminación. diCorcia busca confundirnos mientras vaticina el fin de la fotografía como medio realista. «Solo estoy seguro de que todo lo que vemos en el mundo es engañoso, especialmente en los medios. Trabajo desde la asunción de que nada es nuevo ni real. Este escepticismo subraya mis estrategias tanto como la búsqueda de cualquier verdad objetiva». Explica desde el catálogo. Pero, ¿qué es la realidad y qué la verdad objetiva?

El estilo documental en el que se mueve diCorcia es tan elástico que cabe/n casi todo/s en él. Mientras este género goza de una flexibilidad que a veces desconcierta, el fotoperiodismo, sin embargo, ha ido quedando prácticamente relegado a entornos bélicos y/o violentos. No se sabe ya qué hay de sinceridad o respeto en la fotografía documental actual –ese cajón de sastre sin fondo– y qué de burla permanente.

Aunque es la primera presentada en Europa, la escueta retrospectiva de diCorcia, de solo 120 obras, se nos antoja insuficiente. El recorrido se interrumpe en 2008; a excepción de un par de fotos de 2011 y 2012, el resto es material conocido. Presente en los grandes museos desde los 80, a las fotos de diCorcia les ocurre lo mismo que a las de Nan Goldin: todo el mundo las ha visto. Después de haber pasado por el Schirn Kunsthalle de Fráncfort (comisariada por Katharina Dohm), a partir del 5 de octubre la exposición podrá verse en el Museo De Pont – Tilburg (Holanda).

La muestra se divide en series. Desde sus trabajos recientes de EAST OF EDEN (a partir de 2008) de paisajes naturales y urbanos (que remiten a Robert Adams) y soledad indoor, avanzamos hasta llegar a los primeros: A STORYBOOK LIFE, batiburrillo que aglutina trabajos de los 70, 80 y 90; amigos y familiares de su Hartford natal. En medio, STREET WORK (década de los 90): sombras, luces y viandantes de Los Ángeles, Tokio, Nueva York, París, México.

El pie de las fotos de HUSTLERS solo incluyen nombre del chapero, edad, ciudad de origen y precio en dólares del polvo o lo que diCordia pagó por la sesión. Reflejos y spotlights que trasladan a los moteles y diners de Stephen Shore. El contexto sexual del escenario y la marginalidad evidencian el otro sueño (roto) de Hollywood. Su primera serie vertical, LUCKY 13 (2004), retrata a streapers de Las Vegas (otro fotógrafo atraído por los bajos fondos y las precariedades). Y la memorable y polémica serie HEADS (2001), compuesta de retratos “robados” callejeros, muestra a personas anónimas, aisladas, abstraídas, desprotegidas y solas. Como cualquiera que no se sabe observado.

El azar juega un papel esencial en las composiciones de diCordia, en las que se combinan lo natural y el artificio. En sus fotos, por lo visto, nada es lo que parece. Aunque lo cierto es que la realidad misma tampoco lo es: “Lo verdadero es un momento de lo falso”; porque si bien Guy Debord se refería a los medios, como el estilo documental, también podemos estirarlo hasta abarcar la fotografía y la cotidianidad. Así que no debería extrañarnos tanto que la fotografía desvirtúe la realidad, porque esta, al fin y al cabo, no es más que otra verdad a medias.

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